lunes, 8 de junio de 2009

La noche del zapato anfibio

"¿Dónde vas con las chanclas con el frío que hace?" Así comenzó la noche. Un trío pintoresco y una decisión unánime. Un fatigoso paseo agravado por el cansancio acumulado de una dura semana, tan sólo mitigado por la refrescante idea de un cubo de hojalata donde se sumerge una veintena de botellines de cerveza helada. Poca fe, pero mucha actitud.

Y a medida que las tres filas de botellines linealmente dispuestas ganaban terreno a la mesa, la conversación se hacía más profunda, íntima, llena de matices excitantes, de un erotismo casi místico (extrañamente cercano a la más mundana pornografía explícita). El clímax de la plática se acercaba conforme el bar quedaba vacío. Como un catalizador orgásmico, la camarera acabó con aquella orgía verbal al invitarnos amablemente a salir -era hora de cerrar-. Probablemente ignoraba (o no) qué clase de pensamientos rondaba nuestras cabezas y salía por nuestras bocas en forma de obscenidades cuando optó por el acercamiento y el contacto físico en lugar de levantar el tono desde detrás de la barra. Seguramente nadie le había explicado (o sí) que una camarera atractiva cerrando las persianas del bar y apagando las luces para luego avecinarse a la mesa donde tres amigos beben es el sueño erótico de todo asiduo de los bares nocturnos. Pobre chica. O no, al menos no lo parecía cuando pedía "un hombre fuerte" que le bajase la persiana. En realidad, una auténtica artista de la proxémica, una eficiente máquina de manipulación, una experimentada vendedora de sueños.

Luego una cartera extraviada y unos buenos samaritanos honrados sólo a medias -esta vez no hablo de nosotros-. Curioso comportamiento. Mi conciencia me permite vaciarla de dinero pero el carné... el carné lo devuelvo. ¿Esto es ser medio-honrado o medio-chorizo? Ya se sabe, unos ven la botella medio vacía, y otros vacía del todo. ¿O no era así? En cualquier caso nosotros no dejamos ni una gota en aquel bar.

Estaba claro que una noche como aquella, que se había planteado de una manera algo difusa, laxa, y que poco a poco había ido ganando enteros para convertirse en una historia que recordar en la próxima reunión clánica de neandertales (nosotros), no podía estancarse a la salida de aquel antro. Así que ni cortos ni perezosos, nos pusimos en marcha y dimos con nuestros huesos en ese pub que siempre está de camino. Ahora el éxtasis no se encontraba en la conversación, sino en la música de los noventa que nos incitaba a comportarnos como adolescentes. En realidad nosotros apenas éramos púberes a finales de los noventa, pero por alguna extraña circunstancia hay temas que se convierten en imaginario de la adolescencia y pasan de generación en generación, como un legado simbólico que nunca pasa de moda.

Dos cervezas más tarde emprendemos el camino de regreso, esa travesía por calles desérticas que siempre deja una anécdota para la historia. Nos detuvimos a despedirnos en el punto en que los tres nos separábamos. El regazo de una fuente de piedra nos ofreció su descanso, y allí fuimos a plantar nuestros traseros durante unos minutos. Recopilación de hechos memorables y fin de fiesta. Unas piernas cruzadas y una chancla que se relaja y se deja vencer por la gravedad. Una invitación casi perversa para un amigo con síntomas de embriaguez. Como no podía ser de otra manera, aquel zapato voló... y cómo voló: impulso y doble mortal adelante para esquivar el tardío intento de cazarlo, entrada perfecta y zambullida sublime. Seguramente no sea el primer zapato que aprende a nadar, pero sí el que más se recreó en su aventura. Sorprendente la velocidad a la que se secó posteriormente. Buen calzado amigo. Indudablemente anfibio.

Como una historia bien cerrada, la memorable velada acabó igual que comenzó, con un curioso calzado como protagonista. Saludos compañeros.

1 comentario:

  1. Joder, es verdad, el calzado fue el telón de esa noche. Me he reido muchisimo, y tras releerlo,que quieras que te diga: CHAPÓ.


    Gabriel

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