lunes, 28 de febrero de 2011

Florencia

Atravesando los arcos sombríos de las viejas calles –nuevas a mis pasos-, me redescubro, de nuevo solo, de nuevo perdido. Trato de hacer mía la visión de las ventanas verdes y los muros crema, de incorporar trazados a mi escasa memoria geográfica, de sentirme una minúscula parte de un todo. No lo consigo. También aquí todo es ajeno: la piedra, el mármol, la lluvia o los sombreros. Todo. Me conmueve la belleza de las estatuas, me encandilan los ojos apagados de los viandantes que esquivan las nubes de turistas como si fuesen parte del mobiliario urbano. Pero nada de ello es mío.

“Paciencia” –me digo una vez más-. Pero en la noche me desvela la confusión incómoda de un sueño banal, donde se mezclan recuerdos lejanos e inmediatos, parches cosidos por el inconsciente tratando de dar sentido a tantas idas y venidas. En el descontexto anárquico de mi país onírico los sentimientos son más puros e intensos, despojados de la cáscara racional del mundo, y los miedos más profundos y tangibles. Ya no vuelvo a conciliar el sueño. Tan solo me torturo buscando una esencia, alguna pista sobre el origen de este desconcierto.

Amanece y las ojeras son día a día más oscuras. Me consuelo en las frías paredes de la Catedral y me refugio en la simplicidad de la oficina, con su sonsonete de teléfonos inquietos y teclas aporreadas. Fijo la mirada en la torre del Palazzo Vecchio, ya casi familiar e intrascendente, y revivo una y otra vez las pesadillas. Invento alguna fantasía para evadirme: un paisaje estival, una casa con vistas, una isla lejana… Pienso en la remota tranquilidad de San Calixto, en el olor a tierra mojada, en el viento agitando los cipreses. Un escalofrío me aparta de la ilusión. Extiendo los brazos en un bostezo fingido que no es sino un intento de conservar el equilibrio, de mantenerme en el alambre de la cordura. O poner el pie en el suelo, o dejarme caer definitivamente.

Vuelvo al trabajo.

jueves, 17 de febrero de 2011

Fui viajero

Fui viajero.
Detuve mis pasos en hostales decadentes
buscando una gotera acogedora,
dejando periódicos en todas las mesillas.

Fui viajero.
Encallé con frecuencia en días coralinos,
naufragué en el encanto gris de las tormentas
y recogí alguna que otra reliquia de deseo.

Fui viajero.
Caminé entre la soledad y los fantasmas
invisible y tranquilo como la bruma,
enviando postales a desconocidos.

Fui viajero
de caminos no marcados
y autobuses ya perdidos,
de equipajes ligeros
-poca agua y mucho vino-,
diez mil carretes velados.

Fui viajero.
Estuve vivo.

viernes, 11 de febrero de 2011

La florista y su caja de costura

Con su presencia de rosa inerte
descosía tardes marchitas,
hilvanaba los pétalos huídos
con cada mentira que albergaba,
conspiraba besos tardíos,
frutas de un día,
y remendaba amaneceres
con lágrimas impúdicas
perdidas en su escote,
como un rocío fingido.

Se marchaba deshojándose
en el asiento trasero
de un taxi amarillo.
Yo buscaba algún vestigio
entre las mantas,
un recuerdo intacto
que mitigara su fugacidad homicida,
algún aroma eterno.
Y bajaba aquellas viejas escaleras
preguntándome adónde irán a morir
todas las flores.

La paradoja de que existas

Maraña de luces nocturnas
que acaudillan estrellas;
viento cálido y lejano
resbalando entre los dedos,
como arena concienzudamente tamizada;
azules y grises rotos
por un capricho claro, inmenso.

Nudillos agrietados, fotografías
de caricias ausentes;
un camino que se adentra
en la negrura oceánica
con la quietud de una canción
susurrada al vacío,
con la paciencia de un amante
que espera bajo la tormenta;
constante,
como un ocaso ártico.

Rodillas que ceden
en su liviana firmeza.
Su belleza
adormecida que amparan las espumas
antes que las olas abracen
lo que el mar fervientemente anhela.

Olvido

Habitaciones frías y desnudas,
eco de silencios gritados a los cuatro vientos;
la implacable violencia de un segundero huérfano de hora
que gobierna una pared cansada de sí misma.

Una ventana que da a todas las calles,
y a ninguna parte;
una puerta sin pomo ni llaves,
lápida gris con un número por epitafio.

Una sinfonía de lluvia vespertina
asesinando la memoria.